Oaxaca de Juárez, 25 de marzo.
Como estudiante universitario viví momentos que guardo en la memoria para siempre y aprendí que la mente elimina en automático los trances dolorosos y que de alguna forma los esconde en algún rincón para que no nos trastornen.
Tus recuerdos mejoran cuando los compartes tratando de dar lo mejor de ti mismo; cada palabra, cada sonrisa, cada baile y cada canción vuelven a estar vigentes como si no hubiera pasado el tiempo; no hay ayer, no hay mañana, solo hay presente, el nuestro.
Rejuveneces si vuelves al punto de partida de adolescente escuchando la música de tu época, vuelves a ver, en tu mente, a los amigos que estaban contigo un viernes de samaritana.
A la Generación 60, los invito a volver al segundo patio del edificio central de la Universidad “Benito Juárez” de Oaxaca, sin la A de Autónoma; son los años sesentas.
El viernes de Samaritana, en el edificio central de la Universidad Benito Juárez de Oaxaca ⎯Av. Independencia, esquina con Alcalá⎯ culminaba con una tardeada que era esperada por todos los estudiantes de las escuelas de: Comercio, Derecho, Medicina, Enfermería, Ciencias Químicas, Arquitectura, Preparatoria y Bellas Artes, que en 1960 – 67 integraban la Universidad.
Doña Casilda Flores Morales, acompañada de su hija María Teresa, de su hijo Gerardo y de Robus, una de sus ayudantes; venía, año con año, a servir las aguas frescas: de horchata, de tuna; de horchata con tuna, la preferida, a la que agregaba nuez y melón; de limón rayado; de rosas, de guanábana, de tamarindo, chilacayota y de chía con limón. Llegaba con sus grandes ollas de barro colorado, adornadas con flores de bugambilia.
Doña Casilda antes de repartir, y ante el Rector, que era él que pagaba las aguas que se servían; el director de Comercio y los dirigentes de la Federación Estudiantil Oaxaqueña (FEO), hacía el ofrecimiento: “Con mucho cariño, con mucho gusto, de corazón para mis amigos de la grey estudiantil”.
En un bote para leche, traía horchata de almendras que daba a probar al Rector y a dos o tres de sus allegados.
La gratitud, la distinción y reconocimiento personal hacía sus clientes, que demostraba al venir a servir el agua fresca al edificio central, tuvo su recompensa; siempre hubo respeto hacía Casilda Flores y su familia; todos seguimos siendo sus clientes.
La parte musical estaba a cargo de Los Beethoven´s, con su extraordinario vocaalista Joaquín Pedro Hernández Ramírez, con Julio Gil, mi gran amigo y compañero de primaria que, de 4:00 a 8:00 p.m., alternaban con Manuel Bustamante Gris, o con la Marimba del Estado, o con El Grupho; tocaban de manera alternada media hora cada uno. Los Beethoven´s tocaban Rock and Roll, temas de películas, boleros y a go go.
Las compañeras que iban sin permiso, llegaban a escondidas; traían la ropa para el baile en una bolsa; se metían al baño a cambiarse y salían listas a ocupar su lugar.
La verdad es que por la severidad de nuestros padres en ese tiempo, todos asistíamos sin permiso, con el compromiso implícito de estar, hombres y mujeres, en nuestras casas, a más tardar a las ocho y cuarto de la noche. Había respeto hacía nuestros padres, y temor; el temor incrementaba el respeto.
Alrededor del patio se colocaban las sillas para las mujeres y llegaba uno hasta su lugar a pedirles la pieza y al terminar las acompañaba de la misma forma: hasta su lugar.
Al inicio nadie bailaba. Era el momento de acechar; de esperar; de observar; de armarse de valor para declararle tu amor a la chica de tus sueños o de escoger pareja con la vista, para bailar y para conocerla.
Cuando se localizaba la presa había una reunión de dos o tres tiradores, todos amigos, que apostaban a ver quien se llebaba la presa, por supuesto que esto no lo sabían las compañeras ni lo hacíamos nosotros, me lo contó un primo.
Supongo que esto lo sabían Los Beethoven´s, porque primero tocaban música instrumental. Se escuchaba Caravana, Guantanamera, la Chica de Ipanema, el Mar, y otras instrumentales suaves.
Invariablemente, rompía el baile Ramallets, Juan Román López Ramírez, estudiante de Ciencias Químicas; excelente bailarín, que contagiaba su entusiasmo, alegría y vitalidad. Con su pareja, se colocaba en el centro de la pista, y eran los únicos que bailaban, una o dos piezas. Me cuentan que antes fue Alonso Díaz Aldeco el que rompía el baile y un poco antes Manuel Iglesias Meza. En seguida se generalizaba el baile que, por supuesto, era exclusivo para los universitarios, es decir, ningún extraño podía entrar. A los que se atrevían, cortésmente se les pedía, en bola, a que abandonaran el recinto por la puerta de Alcalá.
Los que no sabían bailar, con mucho entusiasmo recibían sus lecciones iniciales en la planta alta; las maestras, eran compañeras avezadas en el arte de la danza, que con paciencia infinita y sabiduría enseñaban: uno, dos, tres; izquierda; repetimos, uno, dos, tres. Y como consejo final, con autoridad, te indicaban: ponte talco para que no te suden las manos.
Como examen, los primeros pasos en esta nueva disciplina los dabas con tu maestra, sentías que una descarga eléctrica recorría todo tu cuerpo inocente; respirabas con dificultad y un poco antes de perder la razón, involuntariamente; casi por accidente y como no queriendo se encontraban tus labios con los de ella, que bebiendo tu último aliento, te acababa de hundir en este momento crítico y delicioso. Este era el sacrificio que debías hacer para aprobar, dignamente, estos cursos intensivos.
La música subía de tono. La timidez había sido vencida; las parejas se habían identificado. El ambiente llegaba a su punto culminante.
Bailábamos Rock and Roll, Twist, o a Go go, como poseídos o muertos de risa, en círculo, echándole porra a Baroja al que cariñosamente y a su espalda, claro, le decíamos Chuby Chequer o simplemente Chuby ⎯eran tan sencillas nuestras diversiones y tan sanas, que esta palabra sola nos hacía reventar de risa⎯ . Chuby Baroja al bailar se doblaba para atrás hasta casi tocar el piso, mejor dicho, si lo tocaba, primero con una mano y luego con la otra, ese era el chiste. Ni en el cine vi bailar a Chuvi Chequer, pero el recuerdo de Baroja bailando chupándose el labio inferior, es inolvidable.
Avanzada la tarde tocaban melodías lentas para bailar pegadito con las compañeras que ilusionadas esperaban escuchar la primer declaración de amor formal y el primer beso de amor.
A veces se daba el caso de que durante la tardeada una misma chica recibía dos o tres declaraciones. Una en la primer pieza y otra en la tercera o una en la mañana y otra en la tarde; o el amigo listo que se declaraba y se le adelantaba a otro que resultaba ser el que realmente estaba enamorado; había casos de hermanos que se le declaraban a la misma chica o de hermanas que recibían la declaración del mismo pretendiente. Todos recibían una sabía respuesta: lo voy a pensar.
La música terminaba con un popurrí de música mexicana; corriditas de esas sabrosas que hasta te dolía la ingle y la cadera, o terminaban con música tropical.
Eran tan fuertes las emociones de las tardes de Samaritana, que hay compañeras que al escuchar una canción de moda en esa época recuerdan hasta cómo iban vestidas.
Yo conocí a mi esposa en una tardeada de Samaritana, en el edificio central y he sido muy feliz; por cierto el pasado sábado 12 de marzo, cumplimos cincuenta años de casados. Esa tarde venía con su hermana chica que también estudiaba en Comercio; traía un vestido azul marino con lunares blancos, cuello de marinero blanco y zapatos de piso, también blancos. Desde que la vi, supe que era la mitad que me faltaba.
Otros, menos afortunados, culpan a los Beethoven´s diciendo: “Yo les pedí que le dedicaran una canción y ellos la cantaron; si no lo hubieran hecho, no me hubiera casado con Mariana.” Cuanta razón tuvo Alberto Cortés que años más tarde cantó: Que cosas que tiene la vida Mariana, cuando más alto volamos, nos duele más la caída, Mariana.
Saboreábamos el agua de Casilda, en el Patio Central, cuando escuchamos a Joaquín, el vocalista de los Beethovens, que empezó a cantar: Me Piden, de los Babys. Una compañera llegó hasta dónde estaba parado, me tomó de la mano y me pidió por favor que bailáramos. No se si porque era la hermana de un amigo o porque no estaba acostumbrado a esto y por la timidez propia de mi edad no quería bailar y me negué. Pobrecita, insistió, rogó, imploró sin ningún resultado. No recuerdo ni su nombre y no la volví a ver y no se si ella recuerde esto; pero la vida me ha cobrado con creces mi actitud negativa en esa tarde de Samaritana. Con el desplante de macho la perdí, pero además esa canción me marco para siempre. Cuando escucho: Me Piden, con los Babys, sin querer, me acuerdo de ella. “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”
Castilán Gerardo Castellanos


