Bahías de Huatulco, Oaxaca, 18 de septiembre. Mañana se cumplen 30 años del terremoto de magnitud 8.1 que devastó una parte de la Ciudad de México, aquel fatídico 19 de septiembre de 1985, y que según estudios de connotados geólogos, físicos y medioambientalistas, tuvo un poder destructivo sin precedente, debido en parte al fenómeno conocido como resonancia, el cual se registró en buena medida por la brutal extracción de agua del subsuelo que ha padecido y sigue sufriendo la capital del país.
A pesar de la gran intensidad, ese movimiento telúrico no hubiera ocasionado tantos daños si las ondas sísmicas no hubieran tenido un aumento en su amplitud, debido a un movimiento colectivo de las arcillas del subsuelo, lo que de acuerdo a los expertos, relaciona directamente ese terremoto con la resonancia y la ecología, en términos de la absoluta falta de conciencia respecto a la sobreexplotación de los recursos hídricos.
Lo peor es que a 30 años de aquella tragedia, la extracción de agua del subsuelo capitalino se ha seguido incrementando y por ello un sismo similar podría tener efectos aún más catastróficos, al menos para ciertas edificaciones y zonas de la Ciudad de México.
Aunque son varios los expertos que han abordado este tema, foroambiental.com.mx
El físico mexicano recuerda que en aquél terremoto del 19 de septiembre de 1985 “cayeron casi 500 edificios, la mayoría entre 7 y 12 pisos de altura, y en su mayor parte construidos de manera similar. Pero lo más interesante es que todos los edificios que se colapsaron, sin excepción, estaban construidos sobre lo que era el antiguo lago de Tenochtitlan”.
Refiere que “en las partes de montañas que rodean al lago o de terrenos más o menos duros no se cayó nada. Casi ni se rompieron los vidrios”.
En un artículo publicado por el Instituto de Física de la UNAM, Flores Valdés explicó que después del 85 se han registrado muchos sismos más, aunque bastante menos intensos. “Pero todos han seguido el mismo patrón, es decir, tienen mayor impacto en la zona centro de la Ciudad de México que en el resto del Valle”.
Abundó que “en las zonas de Polanco o Chapultepec hay muchos edificios igual de bien o mal construidos, idénticos a los de la zona del Lago, y sin embargo, ahí no pasa nada. A mi modo de ver -explica el emérito- hay una cosa que no se puede rebatir: aquí hubo una resonancia”.
Cabe destacar que luego del movimiento telúrico del jueves 19 y la réplica del viernes 20 de septiembre de 1985, Jorge Flores Valdés analizó la portada de un periódico en la que aparecía un mapa de los daños del terremoto con todos los edificios caídos señalados con pequeños puntos rojos.
Dijo que al observarlo, “era evidente que había zonas en donde había muchos edificios caídos y otras en las que no había ninguno. La pregunta era ¿por qué?”.
Sus conclusiones, luego de profundos análisis, fueron contundentes: “Cuando un físico ve el mapa de daños como este, la conclusión es clara: es una función de onda atrapada en el lago y es una resonancia”.
Esto significa que, dado que el suelo de la zona centro está rodeado por zonas de sedimentos y rocas, la onda sísmica quedó atrapada en el terreno acuoso del ex Lago.
Una vez ahí, se dio un fenómeno de resonancia, un aumento en la amplitud del movimiento sísmico debido a un movimiento colectivo de las arcillas del subsuelo.
Es decir, al pasar de un terreno duro a uno suave bruscamente, ocurre una transferencia de energía de las ondas sísmicas entrantes a ondas longitudinales, lo cual hace que éstas amplíen su movimiento.
Jorge Flores Valdés, junto con sus colegas Octavio Novaro y Thomas Seligman, también del Instituto de Física de la UNAM, calcularon en 1985 los modos de resonancia del terreno, tal como si se tratara de la membrana de un tambor, y produjeron un modelo matemático que predecía los máximos y los mínimos de las funciones de onda.
Cuando cotejaron su modelo con la realidad, es decir, con el mapa de los edificios caídos, se sorprendieron: “Lo ponemos encima y pega”, dijo emocionado Flores Valdés.
Los puntos rojos que se habían registrado en aquel mapa de daños podían explicarse con las zonas de amplitud máxima de la onda que los científicos habían predicho con su modelo.
Cabe recordar que este artículo fue enviado a la prestigiada Revista Nature y, como respuesta, obtuvo la portada el 23 de abril de 1987.
Luego de su gran trabajo científico, Flores, Novaro y Seligman trabajaron continuamente hasta 1999, produciendo muchos artículos y con polémicas recurrentes con sismólogos e ingenieros por su modelo poco ortodoxo de explicar los temblores en la Ciudad de México.
El más reciente trabajo de estos investigadores se publicó en mayo del 2011, en la revista EPL (Europhysics Letters) y tiene que ver con un fenómeno que se relaciona por primera vez con la sismicidad en la Ciudad de México.
El llamado Efecto Doorway (umbral en español, aunque los físicos usualmente mantienen el nombre en inglés) se da en escalas pequeñísimas (10-15 metros), en los núcleos de los átomos aunque también se ha encontrado en los puntos cuánticos, en átomos y en moléculas.
Al respecto, Flores Valdés abundó: “Vimos que la respuesta sísmica de la Ciudad de México tiene las características de un Estado Doorway, lo que quiere decir que hay un estado por el cual entra la energía”.
En principio, el descubrimiento ya plantea al Estado Doorway como prácticamente único, pues aparece en escalas desde los 10-15 metros (en los núcleos atómicos) hasta los 104 metros (en un sismo), lo que quiere decir que existe en ¡19 órdenes de magnitud!
Y por otro lado, el fenómeno explica porqué la Ciudad de México es especialmente vulnerable a los temblores y la causa de que unos edificios se colapsen y otros no.
De acuerdo con Flores Valdés, “las ondas sísmicas que se originan de Acapulco, en Michoacán o Guerrero entran a la Ciudad por abajo, vienen caminando por la roca y de repente se encuentran con esta zona de lodo, que tiene 90% en volumen de agua, o sea, es casi agua”.
Y subraya: “Viajan las ondas sísmicas que son fundamentalmente transversales y al llegar acá se convierten en ondas longitudinales, como si fueran ondas de sonido”.
Lo que hicieron los investigadores fue introducir un modelo a través del cual el Estado Doorway equivale a una onda que se propaga justo entre las zonas de sedimentos y lodo, y que causa una fuerte respuesta resonante en el terreno blando de la superficie de la cuenca.
Nuevamente compararon sus cálculos con las mediciones de los terremotos en la Ciudad de México y encontraron importantes coincidencias.
Quiere decir que justo en el cambio de suelos (de sedimentos a arcillas) se da una especie de “entrada” de energía que hace más intensos a los sismos en la zona de la ciudad donde se encontraba el Gran Lago.
Flores Valdés refiere que una de las características del Estado Doorway que puede explicar la sismicidad en la capital mexicana es que “tiene una sola frecuencia, es lo que los físicos llamamos monocromático” que, en este caso, es de 0.5 Hertz (un período de 2 segundos).
El estudio concluye que el suelo tipo lodo de la Ciudad de México propicia un Estado Doorway que, a su vez, determina varias cosas: por un lado, amplifica las ondas sísmicas (sobre todo si lo comparamos con un sismo en roca o en sedimento), por otro, alarga su duración y, finalmente, determina una frecuencia de movimiento constante de 0.5 Hz.
Según el físico, la frecuencia de resonancia depende fundamentalmente de la relación área de base y la altura de las construcciones.
Y asegura: “A los edificios coloniales muy grandes no les pasa nada porque son muy amplios y chaparros, en cambio los cimborrios, colocados en lo alto de las torres de las iglesias, pueden venirse abajo”.
El científico insiste en que dadas las condiciones del subsuelo de la Ciudad de México “En cuanto a sismos, todo lo malo ocurrirá en la zona del ex lago de Tenochtitlan”, desde la zona centro al canal de Miramontes o en el cruce de Reforma e Insurgentes, justo como ocurrió ya en 1985.
Agrega que lo que hay que prevenir son los colapsos de los edificios y para ello es necesario evitar que las construcciones tengan frecuencias de resonancia cercanas a las que deja el Estado Doorway: los 0.5 Hertz.
Para ello, dice el físico, “hay que hacerlas rígidas o construirlas de tal manera que no resuenen con esa frecuencia, porque si resuenan con esa frecuencia se van a caer”.
Jorge Torres Valdés concluye: “En cada temblor, las ondas en la cuenca arcillosa, donde está construida parte de la Ciudad de México, son siempre las mismas. No tiene que ver con el terremoto original, tiene que ver con la estructura local del suelo, la geología local de la Ciudad de México. Eso es lo que determina los daños”.
Habría que reflexionar respecto a las advertencias de este experto de la UNAM, sobre todo tomando en cuenta que los científicos afirman que un terremoto podría originarse en cualquier momento en la llamada Brecha de Guerrero, zona que está “muy madura” geológicamente hablando para que ocurra un rompimiento mayor, mismo que desencadenará un movimiento telúrico de magnitud entre 8.1 a 8.4, y que aunado a las condiciones del subsuelo de la Ciudad de México, así como que la zona de ruptura sería a menor distancia que la ocurrida en 1985, que fue en Michoacán, nos hacen temer una catástrofe, particularmente si se vuelve a presentar el fenómeno de resonancia.
Y aunque es imposible impedir ese terremoto o cualquier otro generado en alguna otra zona sísmica, lo que sí es posible es implementar programas y acciones para recargar los mantos acuíferos de la capital del país, con lo que se evitaría que las ondas sísmicas no se amplificaran como ocurrió hace 30 años, algo que trataremos en la segunda parte de este reportaje especial que se publicará mañana sábado, 19 de septiembre, tanto en foroambiental.com.mx como en ADN Sureste.
Jorge Castañeda es colaborador especial de ADN Sureste y
Director Editorial de foroambiental.com.mx
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(Con parte de información del Instituto de Física de la UNAM)