Oaxaca de Juárez, Oaxaca. 01 de julio. En 1988, el pintor oaxaqueño Rufino Tamayo recibió la medalla Belisario Domínguez, uno de los galardones más importantes que el Senado de la República otorga a los mexicanos más distinguidos, y con ese motivo escribí un artículo que se publicó en el diario Ovaciones, como reconocimiento a nuestro ilustre paisano, que en esa época se encontraba marginado de los grupos de artistas e intelectuales mexicanos. Se trataba no sólo de un galardón más a su gran calidad artística, sino un acto de justicia para el hombre que logró superarse e imponer su individualismo creador por sobre todas las adversidades y obstáculos que encontró a lo largo de su brillante trayectoria.
El reconocimiento oficial a la obra universal de Tamayo fue muy significativo, porque confirmó el triunfo de la perseverancia y del esfuerzo personal, sin el seguimiento conformista de los lineamientos del estado en los terrenos del arte, ya que en ningún momento de su vida Tamayo se valió de otros medios que no fueran los de su propia capacidad creadora para elevarse por encima de los prejuicios, de los moldes establecidos, de los grupos y escuelas convencionales.
Desde 1926 en que expone por primeva vez sus pinturas, Tamayo se revela como maestro, como artista original, y se rebela contra los grupos y mafias que pretendían politizar, socializar toda manifestación artística. Entonces no sólo se le margina sino que se intenta destruir su obra y su postura independiente. Queda excluido, por tanto, de lo que pudo haberle significado un éxito fácil inicial, de ser incorporado desde luego a la corriente triunfalista por aclamación de los grandes. Su rebeldía va más allá, se opone a la tendencia de socializar el arte, de destruir el individualismo, de repudiar la pintura de caballete y luchar por la exclusividad del muralismo, del furor por la plástica indigenista, que fueron bandera y escudo de los artistas organizados.
Sin embargo, más que rechazar tendencias Tamayo no las comparte; más que rebelarse, acepta la soledad y el aislamiento. Esto fue suficiente para que se le considerara enemigo de la llamada escuela mexicana. De ahí los años en que se le clasifica como la oveja negra de la pintura mexicana, pero no responde más que con su trabajo siempre abundante en nuevas aportaciones. Huye de la polémica, del autoelogio, de la comercialización del arte, de la ostentación crítica, de las promociones publicitarias. Con seguridad y constancia sigue su propia escuela, que va perfeccionando con el paso de los años. De Nueva York, como punto de partida, de su recorrido por el mundo, fue recibiendo el aplauso, el reconocimiento, la proclamación como pintor excepcional. En México todavía se le seguía ignorando.
Sin apartarse de su concepción original de la pintura, de los temas en que plasmó el interior, el alma de las cosas, fue evolucionando constantemente, tratando siempre de expresar la verdad, escueta a veces, pero llena de su colorido, sus luces, sus formas vitales en las expresiones exteriores. La naturaleza y los sentimientos, el paisaje y el alma mexicana, fueron motivos principales que plasmó en novedosas e impactantes manifestaciones.
Es importante destacar el éxito tardío de Tamayo en su propio suelo. Triunfador en el extranjero, galardonado por los más prestigiados centros artísticos y culturales, con obras en los principales museos del mundo, en México se le excluía de los grandes, que siempre fueron considerados tres. Artística e ideológicamente se les etiquetó sus adversarios, sin advertir que para Tamayo no había más ideología ni más política que su pasión por la pintura como una de las más bellas manifestaciones del arte, para estampar a través de ella la realidad, las imágenes poéticas, míticas, a veces místicas, que nos conducen al mundo de la esencia.
El Tamayo triunfador, maestro y genio de la pintura contemporánea, conservó sus convicciones artísticas, que prevalecen para ejemplo de las nuevas generaciones: la pintura oficial, que hubiera significado el camino fácil en sus inicios, le siguió siendo ajena en la cúspide de su carrera. Para describir la realidad social o política, para acercarnos más a los hechos históricos, tratadistas e historiadores se han disputado las versiones más imparciales. Para plasmarlos, fueron muchas las repeticiones de los murales de los llamados grandes. La belleza, el color, la luz, estaban reservados al genio oaxaqueño que esperó paciente su momento.
En crónicas ya cercanas al reconocimiento del valor de las obras de Tamayo, se destacó su labor filantrópica. El niño, el joven que supo de privaciones y miserias, dedicó buena parte de su fortuna, producto genuino de su trabajo, al sostenimiento de obras e instituciones de beneficencia. De arte están los museos Tamayo de Oaxaca y de la capital de la República. Su interés por el arte precolombino cristalizó al inaugurarse en 1974, en la ciudad de Oaxaca, el Museo de Arte Prehispánico Rufino Tamayo, con 1300 piezas arqueológicas coleccionadas, catalogadas y donadas por el artista.
Rufino del Carmen Arellanes Tamayo nació el 25 de agosto de 1899 en Oaxaca. Sus padres fueron Manuel Ignacio de Jesús Arellanes Saavedra y Florentina Tamayo Navarro. Después de la separación de éstos adoptó sólo el apellido de ella, quien murió en 1911. Con su tía materna Amalia se fue a radicar a la ciudad de México, cuya arquitectura le impresionó tanto como para soñar en plasmarla en bellas obras de arte. En 1914 su tía lo inscribió en una carrera de contabilidad y al mismo tiempo tomó clases de pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes, en la que a partir de 1917 estudió formalmente. En los años 1920 y 1921 da a conocer sus primeras pinturas, como El Calvario de Oaxaca y Naturaleza Muerta con Alcatraces. Siguió su carrera ascendente hasta llegar a ser considerado uno de los mejores artistas de México y de Oaxaca. Paul Westheim resume su obra así: “No es posible traducir una idea en pintura de manera más sencilla, más precisa y más expresiva.
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