Oaxaca de Juárez, 1 de enero. Hoy se cumplen dos siglos de la publicación de Frankenstein, la novela con la que una joven llamada Mary Shelley revolucionó la historia de la literatura. Desde entonces, su criatura ha dado vida a una estirpe que ha proliferado en las más distintas formas y formatos, cuestionando la relación del hombre con la naturaleza y la ciencia pero, sobre todo, reflexionando sobre las consecuencias morales de nuestros actos. El siguiente ensayo navega por los derroteros que llevaron a la novelista a componer esta obra imprescindible, y ahonda en las claves de su lectura.
El siglo XIX comienza y termina con novelas que transgreden la frontera que separa la vida de la muerte: en un libro de 1818 escrito por Mary Shelley, el capitán Robert Walton encuentra a un hombre que ha abandonado su barco para seguir a su enemigo en trineo rumbo al Polo Norte; se trata del científico Víctor Frankenstein, que persigue hasta el límite de su deteriorada fuerza humana a una poderosa criatura a la que ha dado vida por medio del hasta entonces incipiente control de la energía eléctrica. Y en 1897 Bram Stoker describe la manera en que la goleta Demetrio arriba lentamente al puerto de Yorkshire sin tripulantes; tan solo transporta un ataúd en el que viaja Drácula, caballero sofisticado cuya maldición es la vida eterna a cambio de alimentarse de sangre humana. Interesante manera de concentrar en un siglo los terrores de la civilización ocultos en las sombras que proyecta su refinamiento supremo.
La ciencia abrió las puertas de otros universos con los que habíamos convivido los seres humanos sin darnos cuenta. En las páginas de Frankenstein, Mary Shelley esboza ese momento histórico, tan rico en materia de avances científicos, en la fascinación entusiasta del joven Víctor por su profesor Waldman: “Decía que los antiguos maestros [se refiere a Paracelso, Cornelio Agripa y Alberto Magno] prometieron imposibles, y sus realizaciones fueron nulas. Los maestros de hoy, en cambio, prometen muy poco. Saben que los metales no pueden transformarse y que el elíxir de la vida es una quimera. Pero estos sabios, cuyas manos parecen hechas para ensuciarse con el trabajo y cuyos ojos no dejan de mirar incansablemente por el microscopio o el crisol, han conseguido ejecutar milagros. Han entrado en el territorio sagrado de la Naturaleza y nos han enseñado cómo funciona en sus zonas más ocultas. Han ascendido a las alturas, han descubierto la circulación de la sangre y la composición del aire que respiramos. Han alcanzado, en fin, un poder nuevo, casi ilimitado, puesto que pueden dirigir a su antojo el poder del rayo, imitar los terremotos e, incluso, burlarse del mundo invisible con sus propias sombras.”
La ciencia del incipiente siglo XIX hace posible un sacrilegio: penetrar en el territorio de lo sagrado, de lo divino, de la muerte. Ante la revelación de herramientas reales que permitían acceder a universos nunca antes explorados, al ambicioso muchacho que había estudiado a los alquimistas se le ocurre “explorar las potencias desconocidas y descubrir al mundo los más profundos misterios de la creación”. Su aspiración, en realidad, es convertirse él mismo en Dios y crear vida. “¿De dónde —se preguntaba Frankenstein con frecuencia— puede proceder el principio de la vida?”. Y para encontrar la respuesta, se sumerge, y “ensucia sus manos”, en los territorios de la muerte: “Me dedicaba ahora, pues, al estudio de las causas de esta descomposición, viéndome, por ello, obligado a pasar días enteros en criptas y osarios. […] Vi como la bella figura del hombre se descomponía, convirtiéndose en restos despreciables; vi sustituir el rosado color de las mejillas, llenas de vida, por la palidez de la muerte y cómo, en fin, el gusano inmundo horadaba las maravillas del ojo y del cerebro. Me detuve a examinar y analizar con todo detalle las causas de los ejemplos aportados por el paso de la vida a la muerte y de la muerte a la vida, hasta que de aquella profunda oscuridad surgió la luz que me iluminó, una luz tan brillante y poderosa, y a la vez tan sencilla, que causó en mí el desconcierto lógico de saberme el descubridor único de un secreto tan ávidamente perseguido por tantos hombres de genio”.
Una de las primeras desgracias que le trae a Víctor Frankenstein esa “luz brillante y poderosa” emanada de la muerte es la degradación física y la alteración de sus emociones: cae en una crisis nerviosa que se extiende por seis meses. Lo que lo aniquila, sin embargo, y lo hace perseguir hasta el fin, aun a costa de su vida, al hombre artificial que ha creado, es la culpa.
A Víctor Frankenstein lo atormenta haber trastocado las leyes de la Naturaleza al grado de “otorgar” vida a la materia inerte, y haber creado, piensa, un poderoso monstruo que odia y encuentra placer en matar sin piedad a seres humanos. Se equivoca, sin embargo, el creador, porque en realidad no conoce a su criatura, la cual es capaz de albergar mucha más humanidad que cualquier ser humano.
El odio está en Víctor Frankenstein; en la criatura lo que hay es una terrible y absoluta soledad. Si el “engendro”, como lo llama su creador, ha matado a varios miembros de la familia Frankenstein, ha sido por revancha, porque desde que nació se ha encontrado distinto a todo cuanto hay a su alrededor, y habiendo nacido inmaculado y puro, lo que aprendió del mundo fue a huir y esconderse, ya que su aspecto “distinto” y sus dos metros y medio de altura causaron el horror y la reacción violenta de cuantos lo vieron.
El primero de ellos fue su propio creador, el mismo que lo había formado, parte por parte, en un transe histérico y megalomaniaco. Cuando lo contempla terminado, se horroriza y refugia en un rincón del laboratorio: “La mezcla de tanta belleza aislada, con sus ojos acuosos casi del mismo color blanco sucio de sus cuencas, formaba una composición aún más horripilante, incrementada por su arrugada faz y negros labios finos y rectos”. Luego la criatura se le acerca y pretende expresar algo: “De improviso, y a la luz amarillenta de la luna que penetraba a través de las persianas, vi a mi lado al engendro, al miserable ser a quien había dado vida. Sostenía levantadas las cortinas de mi cama, y sus ojos, si es que tal nombre puede darse a lo que me miraba, estaban clavados en mí. Abriéronse sus mandíbulas y emitió algunos sonidos inarticulados, mientras una mueca horrible alteraba sus ya espantosas facciones. Es posible que hablase, pero yo no le escuché. Había extendido la mano, sin duda para tocarme, pero yo conseguí escapar”. Cuando Víctor Frankenstein vuelve a ver al engendro, han pasado seis largos años en los que la criatura ha recibido duras enseñanzas de un mundo que no lo acepta.
¿Cuál es la responsabilidad que asume Víctor Frankenstein ante su creación, a la que ha dado vida? Darle ahora muerte. Desaparecer esa abominación de la faz de la Tierra.
Me he preguntado a qué se refiere el subtítulo del libro. Quién vendría a ser ese “moderno Prometeo”. Recordemos que Prometeo roba el fuego de los dioses para darlo a los hombres, que le simpatizan, y por ello es sentenciado a permanecer encadenado a una roca en la que cada día un ave le devorará el hígado, el cual volverá a crecer por la noche. Después de ensayar una y otra respuesta he llegado a la conclusión de que el Prometeo moderno es la ciencia misma, porque Víctor Frankenstein no tiene ninguna simpatía por el hombre al que ha dado vida, y su tormento no es sino el odio que siente. La ciencia, en cambio, es capaz de dar conocimiento a los hombres, y es atormentada diariamente por ellos, que la manipulan como sus dioses, aunque en su afán dan un paso adelante y dos para atrás, y como aves rapaces devoran a diario lo que la repetición del método científico vuelve a constatar.
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