Oaxaca de Juárez, 11 de mayo. Nos emocionan los recuerdos de la adolescencia que cómo estudiantes vivimos los yópes de Comercio en el Edificio Central de la Universidad “Benito Juárez” de Oaxaca –esquina de Av. Independencia y Alcalá– en la inolvidable Escuela de Comercio.
Era una escuela mixta de nivel medio superior en la que no había discriminación, ni élite de algún tipo; el mismo edificio también albergaba a la Escuela de Derecho y era el lugar de reunión de todos los estudiantes de la Universidad: Comercio, Derecho, Medicina, Enfermería, Ciencias Químicas, Arquitectura, Preparatoria y Bellas Artes.
El plan de estudios era anual; los exámenes eran individuales, orales y prácticos; especialmente, versaban sobre todo lo que se había visto en el año –bien visto–, es decir: todo el libro de texto. Todo contenido en un índice que llamábamos temario.
Exponías ante un jurado –compuesto por un Presidente, un Secretario y un Sinodal–; tres temas sacados al azar de una copa de madera que contenía bombochas, también de madera, numeradas cada una con un tema; te llamaban al examen sonando una campanita metálica, mencionaban tu nombre, te persignabas en la puerta y entrabas.
Los exámenes eran en el mes de noviembre pasando los Días de Muertos; te daban vacaciones un mes antes para preparar exámenes; en el día buscabas lugares tranquilos y sin ruido para interrumpir a los que estaban estudiando y en las noches lugares públicos bien iluminados para hacer diabluras; a este periodo lo llamábamos “las preparadas”.
Ya en exámenes, si había dos grupos, como era el caso de Álgebra, el maestro del “A” reprobaba, generalmente, a todos los alumnos del “B” y en reciprocidad este reprobaba a todos los del “A”; así es que, para pasar, había dos posibilidades: o eras un estudiante brillante o de plano tenías mucha suerte para sacar los únicos temas que habías estudiado.
En algún rincón de la memoria guardamos recuerdos de momentos vividos en el Edificio Central y revivirlos es para reírse con ganas; guarda fantasmas que por asociación salen a la luz nuevamente para sacudir el polvo del olvido y rejuvenecerse. Por supuesto que crecimos y maduramos y los recuerdos son eso: recuerdos.
Demostradito
Al maestro de Matemáticas II le decíamos demostradito porque al terminar de hacer la demostración de un teorema anotaba de manera abreviada “con lo cual quedó demostrado” qd; Ingeniero Civil; autodidacto; había trabajado en minas ricas en oro, plata y otros metales, según contaba; había aprendido alemán él solo; siempre de traje azul claro, con sombrero marrón de ala angosta; de unos 70 años de edad; era un excelente maestro y un ser humano extraordinario; Dn. Eugenio Sotomayor se quedó con nosotros para siempre.
Amigos y compañeros sacuden a personajes dormidos para que despierten; como el del dormilón, como cariñosamente le decíamos a un compañero que trabajaba de velador en una gasolinera, y por esta razón, en la clase de Álgebra, con Demostradito, se quedaba profundamente dormido; ¡despiértalo! decía Demostradito mirando por encima de sus lentes y señalándolo con el índice tembloroso ¡pero con cuidado, verdad mi hermano! y nunca faltaron los acomedidos que se abalanzaban sobre el pobre Dormilón para despertarlo con un coscorrón y cuando estaba de suerte, que era la mayoría de las veces, le tocaban dos o tres simultáneamente.
¡Flojonote! ¡Te espero en el coche!
Por la estela de perfume, sabía uno que había pasado el maestro de Matemáticas II –Álgebra–, grupo A; era el maestro más elegante; de tez blanca, frente amplia, bigote, estatura media y de unos cuarenta años de edad, abogado; vestía traje, zapatos, cinturón, correa del reloj, calcetines, corbata y en temporada de frío guantes de piel; todo del mismo color; nunca repetía un traje en la semana.
El maestro de Matemáticas II –Álgebra–, grupo A; tenía como consentido al buen amigo Antonio; durante la clase caminaba hasta situarse detrás de él y con ternura le acariciaba su barba cerrada y el pelo. Así se la pasaba gran parte de la hora de clase.
Hasta la fecha Antonio jura, besando la cruz, que esto no le gustaba y que consentía para que no le pidieran la clase y todos sabemos que así fue realmente; de broma le decíamos al Pato: ¡Ah! ¡Con que con el maestro, no Antonio!.
Era tanta la burla que le hacíamos, que un buen día decidió no sentarse en el lugar dónde siempre lo hacía, que era en el pasillo del centro del salón; el maestro como era su costumbre, sin perder de vista el pizarrón y exponiendo la clase, se encaminó hacía el lugar donde se sentaba su favorito; se paró, como siempre lo hacía, detrás de él, y como siempre lo hacía, empezó a acariciarlo, a tocarle la cara, el cabello; pero su mano sintió algo diferente; el compañero que había ocupado el lugar de Antonio era lampiño o al menos así lo dejó sentir el maestro, pues volteó y vio con sorpresa que no era su alumno consentido y con un ademán rechazó al sustituto; nosotros nos moríamos de risa y no les miento, en todo el salón se oía: ¡Ja! ¡ja! ¡ja! .
Al ver este desaire, el maestro buscó con la mirada a Antonio y al encontrarlo le dijo: ¡A ver flojonote! ¡Pasa al pizarrón! y en venganza a la burla de la que fue objeto, lo exhibió ante todos como un pésimo alumno; al final de la clase vino la reconciliación; cuenta Manuel –El Burro– que estaba recogiendo sus libros cuando vio que el licenciado caminó hasta donde estaba su favorito, le jaló la oreja con mucho cariño, se inclinó y le murmuró al oído: ¡flojonote! ¡Te espero en el coche!.
Tal vez lo de ¡flojonote! no sea cierto, pero lo que si es cierto es que esta es una anécdota clásica; también es cierto que Antonio jamás se volvió a sentar en otro lugar que no fuera en dónde siempre lo hacía.
D.R. por Gerardo F. Castellanos Bolaños
* Miembro del Seminario de Cultura Mexicana
Desde Santa María Oaxaca
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