Gerardo Felipe Castellanos Bolaños
Oaxaca de Juárez, 17 de abril. Como casi nadie sabe y según cuentan las crónicas verdaderas en Oaxaca hubo fiesta brava con su respectiva plaza de toros en el barrio más grande y más antiguo de Oaxaca, en el Marquesado por supuesto.
Debemos recordar que el pueblo de la Villa de Santa María Oaxaca también conocido como El Marquesado, era un pueblo autónomo, independiente de la ciudad que ya entonces se llamaba Oaxaca de Juárez; esta autonomía y la cercanía a la misma ciudad permitió que a fines del siglo XIX, unos años antes de la introducción del ferrocarril —13 de noviembre de 1892—, existiera en El Marquesado una plaza de toros de madera, con un diámetro de 30 metros de ruedo, de un solo tendido alto, 30 palcos, contrabarrera, barrera y burladero. Estaba en Calzada Madero No. 220, frente al Árbol Chueco.
La fiesta brava en México era un espectáculo que daba sus primeros pasos; por esta circunstancia la lista de espadas de gran fuste era muy corta.
El pionero —1875 – 1892— fue el comerciante español José Larrañaga, que tenía su tienda donde ahora esta La Primavera.
La temporada se iniciaba el último domingo de octubre; las corridas, normales y mano a mano, de las que fue marco esta plaza se hacían los domingos a las doce del día y da fe el hecho de que hicieron el paseíllo grandes toreros españoles que vinieron a ofrecer su arte: el célebre coletudo “Rebujina” nombre artístico del torero andaluz Francisco Jiménez y su valiente banderillero “el Cuquito”; Diego Prieto y Barrera “El Cuatro Dedos”, matador de toros sevillano, gitano, desigual, gustó mucho su estilo —1887—, y la afición lo hizo su ídolo; Juan León “El Mestizo” sevillano, Juan Moreno “El Americano”; ” El Americano” trajo por primera vez al famoso picador y caballista, “El Negro Conde”. Ponciano Díaz, mexicano, rey de la tauromaquia del siglo XIX, que ejecutaba la suerte de banderillas a caballo; José Bauzari, diestro cubano. También vino otro matador a quien le decían “El Cordovés”.
Viajaban en diligencias y se hospedaban en el Hotel Nacional; salía el convite del hotel a las once de la mañana con una banda de música al frente tocando alegres marchas, pasos dobles y corridos de moda, para despertar la curiosidad del pueblo, que por primera vez se regocijaba con este espectáculo; a continuación, en carruajes descubiertos venían los matadores vestidos de luces con los capotes de paseo, con los banderilleros de lujo a los lados; todos marchan cubiertos; a continuación, de dos en dos y por cuadrillas marchaban los picadores en sus caballos; en el trayecto se repetían en voz alta los programas de la fiesta.
Por todas partes se hablaba de toros; de los pueblos mas cercanos llegaban carretas, calandrias y diligencias atestadas de aficionados a la fiesta brava. Estas fueron, se aseguraba en las crónicas, las mejores corridas de aquellos tiempos.
Algunas veces se retrasaba la venida de los toreros o había largas pausas entre corrida y corrida; por la difícil programación empezaron los aficionados a intentar las suyas propias; con ellas, andando el tiempo, la gente hubo de conformarse, pese a que más parecían cantinfladas o pantomimas de circo, la verdad fue que el espectáculo degeneró en bufonerías y alardes de machismo. De mera fiesta brava, ni hubo ni quedaba nada.
Es entonces cuando aparece en escena un personaje curiosísimo llamado Juan Crudo; hombre del pueblo de donde venía, siendo pintor de “ollita”. Era atrevido, emprendedor y valentón y aunque la ”fiesta” se hacía con toretes la gente aplaudía, a mayor abundamiento cuando el “miura” casi siempre de la hacienda de La Chicubica de los Trápaga, lo revolcaba y Juan Crudo se erguía con rapidez de resorte.
Juan Crudo llegó a formar su cuadrilla. Gozaba de popularidad y trataba, a más no poder, de imitar la escuela torera de Ponciano Díaz; célebre entonces por mexicano y por valiente. Pero como en los carteles se repetía por necesidad imperiosa el nombre de Juan Marcos —que era el que le correspondía— usaba sucesivamente, domingo a domingo para su cartel, además de éste, el de Juan Marcos Martínez y luego el de Juan Marcotínez, pero todo era la misma jeringa. La gente no lo abandonaba porque sus desplantes en el ruedo llegaron a ser famosos no por toreros sino por temerarios.
La fiesta fue prohibida por el gobernador Gregorio N. Chávez en 1892 y se terminó de manera permanente con el decreto de gobernador Emilio Pimentel anexando el pueblo de Santa María Oaxaca, el Marquesado, como barrio de la ciudad de Oaxaca y quedando sólo como reminiscencias los jaripeos en las poblaciones del Valle.


