Los toques en El Marquesado
Gerardo Felipe Castellanos Bolaños
Oaxaca de Juárez, 15 de mayo. Los toques son un secreto que voy a revelar hasta el día de hoy; tenía cinco años y cursaba el primer año de primaria a la que iba por la mañana y tarde; para ir a los toques nos brincábamos la barda que cerraba un callejón que separaba la vía y el Jardín Madero; la barda era de adobe rematada con un chaflán en pirámide, tenía de alto como dos metros y para escalarla había hoyos de dónde uno se agarrabas y apoyaba los píes; para escalarla era necesario sacarse los zapatos, primero botábamos al otro lado y luego escalábamos la barda.
Eran toques eléctricos; ¡imagínense!. No sé, nunca supe quién los descubrió. A mi me invitaron a ir una tarde saliendo de la escuela. Sólo una vez fui a los toques y, besando la cruz, puedo jurar que fue una sola vez. Era emocionante; antes de empezar a escalar la barda sentía las gotas de un sudor frío que bajaba por mi espalda, te faltaba saliva, te daban ganas de orinar y el corazón parecía salírseme, podías oír como latía: tum, tum, tum.
Terminando el andén, rumbo a las bodegas de carga y del Express, había dos postes separados como dos metros y medio. La primera vez que fuimos, nuestro guía en esta aventura desconocida, se paro en medio de los postes y nos pidió que hiciéramos una cadena tomándonos de las manos para unir los dos postes. Al conectarnos empezaba a pasar la corriente por nuestros cuerpos.
La última vez que fui a los toques perdí un zapato, lo buscamos entre todos y no lo encontramos por ningún lado y como se hacía tarde, me fui a la casa. Mi problema era cómo llegar sin un zapato; para no llamar la atención de mi madre, me quite el otro y lo guarde en el peto de mi pantalón. Cuando entré a la casa lo primero que me preguntó mi mamá fue: ¿Dónde están los zapatos? Es que se me perdió uno. ¡Cómo que se te perdió! Si, se me perdió y no sé dónde. Pues ahorita lo vas a buscar y me lo traes. Salí corriendo derechito a la estación y al acercarme al lugar en el que lo había perdido; desde lejos, lo primero que vi fue mi zapato. Allí estaba, solito, esperándome, como si nunca se hubiera escondido. Había una pila de rieles con espacio entre riel y riel y exactamente debajo de uno de ellos estaba el zapato, me agaché a recogerlo y cuando me enderece mi madre estaba detrás de mí. Con la recomendación pronta y expedita que recibí con una vara de granada con la que me vino guiando desde la estación hasta la casa, fue la última vez que acudí a los toques. Por cierto, hasta la fecha mi madre no sabe lo de los toques, vio dónde perdí el zapato pero nunca supo que hacía yo en ese lugar, si no, quién sabe si estaría aquí el día de hoy.
LA BOLA Y SU HERMANA LAURA
La única estación de ferrocarril que hay en la ciudad de Oaxaca está, por supuesto, en el pueblo de Santa María, se construyó a principios del siglo pasado —XX—. Estación que en algún lugar guarda mis pasos; guarda fantasmas dirigiendo el tren con una lámpara de señales sostenida con la mano derecha a la altura de la gorra, balanceándola de un lado a otro y con la mirada fija, al frente, en el maquinista que girando el cuerpo a la derecha y viendo para atrás recibe la señal del garrotero, el de la lámpara. Van a formar el nocturno que sale para México y yo vengo a apartar lugar para mi padre que viaja a la capital del país; supongo que debió de ser para un servicio de segunda porque si no, no hubiera habido necesidad de apartar lugar, hacerlo era un reto: subir al coche de pasajeros atropellándose y empujando para ser primero y ganar un buen lugar, mientras mí padre compraba su boleto y abordaba.
Era emocionante y sencilla esta actividad de apartar lugar. Aún la recuerdo vívidamente, logro oír el sonido cuando soltaban el vapor o el choque del metal cuando unían los carros o el tañido de la campana anunciando la salida del tren y el ¡Váaamonos! Alcanzo a escuchar el grito de los vendedores de pan amarillo de Etla, agua de limón rallado, tamales o fruta de la temporada.
Recuerdo el restaurante que quedaba pasando la taquilla, a mano izquierda, donde estaba la sala de espera; lo atendía la mamá de Laura, una compañera de primaria que tenía una hermana que de cariño le decían La Bola. Las perdí, a La Bola y a su hermana, en el restaurante de la estación, ahí se quedaron ancladas en el recuerdo.
DUELO AL ATARDECER
Puedo ver a un maquinista que, en ese entonces, a mí me parecía que media como cuatro metros, era un señor moreno, robusto, con pantalón de mezclilla, de peto, chamarra larga también de mezclilla; paliacate rojo en el cuello, gorra de mezclilla de ferrocarrilero, con rayas azules y blancas y la inseparable lonchera en la mano derecha, como si le quedara chica. Al caminar se balanceaba de un lado a otro, igual que un péndulo y me daba la impresión que cuando reía debía retumbar. Una vez lo vi en un camión de servicio urbano y sin querer oí que le contaba a otro pasajero de un duelo que había tenido; me imagino hasta la fecha que debió haber sido como los duelos del viejo oeste, a determinada distancia, de frente y con pistola. Contaba el maquinista: “Él disparo dos veces y yo dispare una”.