Gerardo Felipe Castellanos Bolaños
Oaxaca de Juárez, 20 de febrero. Hablar de la Historia de los zapotecos es hablar de esplendor, de grandeza, de sabiduría, de civilización, de arte.
Para comprar y vender usaron el intercambio directo de mercancías según las necesidades de cada familia y cuando los productos disponibles resultaron no ser siempre los deseados para intercambiar, empezaron a usar las almendras de cacao; pero también acostumbraron servirse de láminas de cobre recortadas de manera especial y se sirvieron también del oro en polvo; pues de Oaxaca, afirma José Antonio Gay 1881 en su historia de Oaxaca, salía casi todo el oro que circulaba en Anáhuac y que acumulaban en su tesoro los emperadores mexicas.
Es indudable que en el corazón de los montes de Oaxaca, sigue diciendo Gay, 1881, deben existir focos auríferos inagotables, pues las arenas que arrastraban los arroyos en sus vertientes, formaron aquellos ricos placeres de la Chinantla, Sosola y Tututepec, de que nos hablan los historiadores de la invasión.
Los granos de oro se recogían en cañones de plumas gruesas como un dedo, dice Bernal Díaz, y poco menos que las de los patos de Castilla. En Choapan se formaban con la arena pequeñas pilas por las que se hacía correr un hilo de agua que arrastrando consigo lo más ligero, dejaba los granos gruesos que se recogían luego con cuidado, según Burgoa. Este mismo método seguían en las mixtecas.
Les servían para cambiar en los mercados por otros objetos de utilidad, adquiriendo por este medio cada familia, cuanto necesitaba para vestirse y vivir descansadamente muchos días.
El oro que se obtenía por este medio imperfecto, no era muy puro ni de subidos quilates; pero suficiente para el tráfico, para el pago de tributos y para las joyas con que se adornaban.
Las joyas se fabricaban fundiendo el oro en crisoles y vaciándolo en moldes de carbón que se destruían en seguida. Usaban cadenas, zarcillos, collares y otras alhajas del precioso metal; igualmente empleaban el oro en la elaboración de sus idolillos. Manufacturaban, además, vajillas de plata, que de padres a hijos pasaron en herencia mucho tiempo después de la invasión, según atestigua Burgoa.
La mayor parte de estos objetos fueron presa de la rapacidad de los ignorantes y bárbaros invasores españoles (castellanos); algunos fueron convertidos por la iglesia en objetos del culto católico, y el resto fué vendido por los mismos indios, cuando cayeron en el estado de miseria que les trajo el gobierno virreinal.
Para los usos domésticos solían usar el cobre, al que sabían dar el temple del acero, según dice Torquemada.
No solo eran excelentes plateros sino también insignes lapidarios, como lo demuestra el idolillo encontrado en Achiutla y que era entre ellos alhaja antiquísima, sin memoria de su autor. Así la describe Burgoa: “Era una esmeralda tan grande como un grueso pimiento de esta tierra: tenia labrada encima una avecilla ó pajarillo con grandísimo primor, y de arriba abajo enroscada una culebrilla con el mismo arte: la piedra era tan trasparente que brillaba desde el fondo, donde parecía como la llama de una vela ardiendo.”
Pero no solo del crisol sino también del martillo sabían aprovecharse para sus artefactos. Algunos han creído que los indios únicamente podrían trabajar los metales fundiéndolos y vaciándolos en moldes preparados. Sahagun1 distingue dos clases de oficiales de oro y plata: los unos que «se llaman martilladores ó amajadores, porque éstos labran el oro de martillo, majándolo con piedras ó martillo, para hacerlo delgado como papel; y los otros, que se llaman tlatlalcani, que quiere decir, que asientas el oro ó alguna cosa en él, ó en la plata, estos son verdaderos oficiales, ó por otro nombre, se llaman tidteca; pero están divididos en dos partes, porque labran el oro cada uno en su manera.
De la perfección a que había llegado la pintura quedan muestras en los claustros de Etla y de Cuilapan. Son pinturas al temple, con tinta negra, delineadas por un indio. Los perfiles son correctos y las sombras maestras, pero lo admirable es la preparación del plano en que se trazaron.
Los canteros, arquitectos y alfareros no tenían rival en su arte. Los palacios de Mitla por sus formas y proporciones arquitectónicas eran propias y formaban un orden especial, son una obra maestra de aquellos creadores zapotecas eminentemente cultos; conocieron las bóvedas, pues las construyeron en el palacio subterráneo del mismo Mitla, y los arcos, de que aun queda uno perfectamente semicircular en Monte Albán, Gay,1881, pudiéndoseles señalar, aproximadamente, una edad de 1821 años; dejaron en Etla y Cuilapan señales inequívocas de su alta civilización.