La Crónica
Oaxaca de Juárez, 6 de junio. No hay plazo que no se cumpla, dice el refrán, y llegó el momento de acudir a votar, lo cual será factible —por increíble que pueda parecer— en un ambiente general de tranquilidad y paz, ejemplarmente democrático.
No obstante el diagnóstico de Lorenzo Córdova, según el cual éstas serán las elecciones más complejas y con mayor nivel de conflictividad social, y el pronóstico de un INE preparado para lo peor, más casos aislados y acotados de violencia y aun la veintena de muertos registrados durante el proceso, este bosquejo de la realidad no coincide con los datos duros.
A mediados de semana la autoridad electoral aseguró que sólo 30 casillas de 149 mil estaban en riesgo de no ser instaladas. Cuatro en Guerrero, 13 en Oaxaca, 4 en Michoacán y 20 en el Distrito Federal, en este caso no por causa de la violencia sino la falta de funcionarios para recibir los votos. El asunto quedó saldado. La totalidad de casillas serán instaladas.
El horno, es cierto, no está para bollos. Pero la agitación y la violencia registradas por estos días en Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Chiapas, Tamaulipas y otros estados, tienen diversos orígenes; el algunos casos delictivos, de seguridad y orden público, en otros político. Y el caso concreto del boicot a los comicios por el magisterio disidente del SNTE tiene menos rasgos de genuina y espontánea inconformidad que de tenebrosa estrategia diseñada para tratar de controlar la situación, procurar gobernabilidad… y de paso zancadillear al adversario.
No nos engañemos, los líderes de la CNTE y otros grupos de profesionales de la agitación, pretendidamente indomeñables, no se mandan solos; tienen jefes en la sombra, por más que al ciudadano común le parezcan incomprensibles sus fines e imposible de identificar a quienes los manipulan.
Una comentocracia a la cual le pasan el trapo rojo y embiste ha saturado el ambiente con toda clase de suposiciones sobre los motivos de Emilio Chuayffet para haber soliviantado a la opinión pública y alebrestado a la CNTE con la decisión —anunciada en un boletín de la cuarta parte de un tuit— de suspender las evaluaciones de maestros.
Se conjetura si fue astucia para tratar de arrebatarle a última hora banderas al magisterio disidente, si fue ingenuidad pretender de éste una promesa de buen comportamiento electoral, o si fue cinismo entusiasmarlo con la promesa de sepultar las evaluaciones para luego, pasados los comicios, engañarlo como a un bobo.
Frente a la ausencia de explicación gubernamental —en plena época de transparencia y derecho a la información— los analistas han hecho tiras con el pellejo de Luis Enrique Miranda, a quien atribuyen la idea de dejar en el aire las evaluaciones, la cual Chuayffet habría aceptado con pusilanimidad, sin chistar, bovinamente.
En el tenso ambiente preelectoral configurado en puntos específicos de la geografía nacional pululan grupos de toda índole. Padres y sedicentes padres de desaparecidos, taxistas, los dizque 400 pueblos, Antorcha Campesina, productores agrícolas y una larga nómina de organizaciones, la mayoría de a tanto el mitin.
El caso más ruidoso en este concierto de voces reclamantes, amenazantes o mendicantes, es el de la CNTE, cuarentona organización cuyos líderes han depurado hasta niveles de perfección su carácter de grupo de choque al servicio del mejor postor.
En las convulsiones sociales generadas por la APPO y su cogollo la CNTE, en Oaxaca, en 2006, no pocos vieron la mano de José Murat Casab atizando —aun al costo de vidas— el fuego centista contra el entonces gobernador Ulises Ruiz.
En septiembre de 2013, en medio de la efervescencia de la reforma energética, la CNTE, con su violencia calculada y de paga, se posesionó de espacios físicos, políticos y mediáticos que eclipsaron casi por entero incluso a la oposición más ruda, representada por ese otro maestro de la agitación, Andrés Manuel López Obrador.
En aquella ocasión, el 8 de septiembre, El Peje se quedó con las ganas de entrar al Zócalo, hacer un mitin y quizá plantarse con su grey con el fin de tratar de impedir la ceremonia de El Grito. “Llueva, truene o relampaguee”, habrá mitin en el Zócalo, aseguró con suficiencia el tabasqueño. Pues no.
El político experto en azuzar a sus hordas para tomar pozos petroleros, enfrentarse con la fuerza pública, tender cercos en instalaciones estratégicas y estrangular la avenida principal de la capital del país, debió conformarse con concentrar a sus seguidores en la Plaza de la Solidaridad. La CNTE le fingió adhesión y apoyo; pero nomás no se movió de la Plaza de la Constitución, donde se había apostado con meses de anticipación.
En una pantomima que una televisora transmitió en vivo y con ello configuró una atmósfera de guerra civil, el día 13 la CNTE fue echada del Zócalo a toletazos y con gran parafernalia de carros antimontines lanzando chorros de agua a presión, y de policías haciendo piras con tenderetes de plástico y casas de campaña. El Ejército se posesionó entonces del ya aséptico, codiciado y emblemático espacio. Y la celebración de El Grito se realizó sin contratiempos.
El proceso electoral ha discurrido en un ambiente de crispación y hasta con dos decenas de muertos. Aun así, la tranquilidad general de la jornada de mañana está garantizada. Los grupos más revoltosos y en apariencia fuera de control, manejados desde la penumbra, cumplen función de pararrayos para impedir un real desborde de la inconformidad.
Y para ganarle espacios a la oposición más radical, en la hipótesis de que, a partir de la próxima semana, pretenda reclamar de un modo inconveniente reales o supuestos fraudes electorales.
De cara a esta coyuntura, el mayor desafío lo tienen ahora las autoridades electorales. Están obligadas a actuar con criterio genuinamente democrático y hacer respetar el voto. Gane quien gane.
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