Prólogo
Oaxaca de Juárez, 3 de agosto. Gratos fueron los momentos en los que me di a la tarea de leer este documento escrito por Gerardo Castellanos Bolaños, porque trajo a mi memoria imágenes que creí había olvidado pero no, aun están presentes y tan vivas que generaron en mi emociones que hacía tiempo no experimentaba, por otro lado, vi en cada una de estas palabras un profundo amor a las cosas que rodearon su existencia desde sus primeros años de vida y que ahora comparte con nosotros.
Su texto tiene gran valía porque mucho de lo aquí expuesto ha desaparecido por la acción del tiempo o por la mano del hombre, pero no se han borrado de su mente y quizás de otros de su generación o cercanas a la misma, pero para los jóvenes, estoy seguro, serán una verdadera sorpresa estos relatos.
Hasta hace unos cuarenta o cincuenta años las manifestaciones populares más arraigadas se daban alrededor de los templos de la ciudad; en cada una de ellos se llevaban al cabo festividades que cubrían una buena parte del calendario, por ejemplo, los Santos Reyes, la cuaresma y la Semana Mayor, las celebraciones patronales, y las del fin de año principalmente la Navidad, y otras más como la de “Los Compadres”, como lo señala acertadamente Gerardo Castellanos. Pero para poderlas realizar como era costumbre se organizaban comités en los que participaban los jóvenes y adultos, hombres y mujeres, más entusiastas y desinteresados de la comunidad, por ello, los resultados eran magníficos y dignos de alabanza, lo cual se comprobaba por las expresiones de júbilo de los miles de asistentes así como por la alegría y espontaneidad con la que se desarrollaban cada una de las actividades programadas, como eran los convites, las calendas, el novenario, y la fiesta propiamente dicha y no digamos la quema del castillo, pero lo más importante es que todo esto era el gran pretexto para consolidar la unidad de las familias del barrio, con los amigos y para abrirse a nuevas amistades
Con el inicio del novenario se escuchaba a los chirimiteros, los cohetes y cohetones, el repique de las campanas, la música, y llegaban a dar cumplimiento los integrantes de las cofradías con sus estandartes, los hortelanos, los huaracheros, los zapateros, los panaderos, carpinteros, ebanistas, sastres, herreros, canteros, a venerar a la virgen María o al Señor de Santa María del Marquesado, todos disfrutaban de la convivencia saboreando los más variados “antojitos”, como los dulces oaxaqueños, las empanadas, los molotes, el mole, el pan tan delicioso, el agua fresca, el tepache o el pulque, la música de nuestra tierra, las ruedas catarinas, los cohetes y los cohetones. De esas convivencias surgieron uniones imperecederas cuyos hijos cultivaron por muchos años algo de lo tanto que se acostumbrada en la comunidad, desafortunadamente parece que mucho ha pasado al olvido, por distintas razones como el crecimiento desmesurado de la ciudad, el tránsito vehicular, los avances de la tecnología, lo cual ha afectado severamente estas antiguas tradiciones.
Y como bien lo dice el autor de este libro, para un niño hay vivencias imborrables como el primer día en la escuela, la participación en los desfiles o festivales, el ingreso a la Universidad, los buenos maestros y directores, las calificaciones, las primeras aventuras, los personajes que nos dieron la oportunidad de crecer y hacernos útiles a la sociedad, las malas y buenas experiencias que forjaron nuestro carácter, el lugar de juegos, las primeras aventuras, pero lo más admirables es comprobar cómo Gerardo Castellanos recuerda esos pasajes como si hubiesen sucedido ayer.
La ciudad se transformó en muy pocos años, las calles terrosas pasaron a ser pavimentadas, la energía eléctrica es parte indispensable en el hacer cotidiano actual, el número de vehículos que ahora van y vienen por todos lados; los aviones, o la televisión, las computadoras, el teléfono, han planteado otras formas de vida, pero nada de eso, por lo que parece, han hecho mella en el espíritu del autor, porque en estas páginas están plasmados sus mejores momentos con la sencillez que le es característica; con lenguaje accesible el cual a veces parece que se desborda porque la emoción lo empuja a contar y contar lo que viene a su memoria; por ejemplo sus días en el Río Atoyac, el peligro que corrió cuando la corriente lo arrastró; sus tardes en la estación del ferrocarril, entre rieles y locomotoras cuyo silbato marcaba las horas a los oaxaqueños, pues se escuchaba a gran distancia por todos los rumbos. “El ojito de agua” y el viejo y frondoso laurel, y las comidas de los estudiantes del Instituto bajo su sombra; la cascada, la poza para nadar; los Pasajuegos, en donde se practicaba la “Pelota mixteca” y se apostaba; la “Plaza de Toros”, la terminal del “trencito de mulitas”, los papalotes, la horqueta y la cerbatana; el trompo, y las canicas; el “ofrecer flores” , el llamado a misa con la “esquila”, el pasear en las carretas tiradas por bueyes, asnos o mulas; el ir a recoger chapulines; a traer las tortillas o el pan.
Para mi lo más relevante de Gerardo Castellanos Bolaños, es su manifiesto amor a la tierra que lo vio nacer: Santa María del Marquesado, lo cual se refleja en cada una de sus palabras, y el respeto que tiene por esa gente sencilla, industriosa, amante de lo nuestro, y por el pasado histórico de la que fuera comunidad independiente de la nueva Antequera hasta el 7 de diciembre de 1907, cuando el gobernador don Emilio Pimentel, decretó dejara de ser Ayuntamiento para convertirse en parte de la ciudad.
Si de historia se trata es justo señalar que a Santa María del Marquesado, arribaron todos los que venían del ahora altiplano mexicano, hombres y mujeres de tanta valía como don Benito Juárez y José Vasconcelos y estoy seguro que si hubiese un registro de ellos nos sorprendería cuántos han llegaron a este lugar en el transcurso de los años; sólo recordemos la entusiasta recepción brindada por el pueblo oaxaqueño al Benemérito de América, cuando en el 1857 vuelve para hacerse nuevamente cargo del Gobierno del Estado, y es llevado desde esta comunidad hasta el Palacio de Gobierno en medio una gran algarabía pues el recuerdo de sus obras aun estaba latente y a don Eulogio Guillow y Zavalza, último obispo de Antequera y primer Arzobispo de la misma, y también al Gral. Porfirio Díaz, cuando aquel 13 de noviembre de 1892, llega a la Estación del Ferrocarril con todo su gabinete para inaugurar la obra más importante que construyó para los oaxaqueños, dándoles la oportunidad de comerciar y conocer otras latitudes, o el Presidente Miguel Alemán, cuando rodeado por el pueblo da banderazo de salida al primer ferrocarril de vía ancha en el 52.
Tampoco podemos pasar por la alto la presencia en Santa María del Marquesado, de uno de los más grandes benefactores de Oaxaca, don Manuel Fernández Fiallo, hombre dedicado al comercio de la grana cochinilla, y cuyos recursos financieros los aplicó en cientos de obras en los más o menos cincuenta años que habitó en la ciudad, pues si un convento, un templo, una casa importante se dañaba por los temblores él cubría los gastos necesarios para su rehabilitación, así sucedió en San Juan de Dios, la Catedral, Guadalupe, el Carmen Alto, y por supuesto en Santa María del Marquesado, por eso aparece hincado al lado del padre Ibarra en la portada del templo, pues el pueblo agradecido quiso se dejarán plasmados en la portada de su templo como un recuerdo imperecedero de su filantropismo; inclusive, compró el terreno de lo que fue inicialmente la “Plaza de Cortes”, para que los hombres y mujeres que venían del interior del Estado tuviesen un espacio en donde comerciar sus productos sin ser molestados ni por particulares ni por las autoridades, así nació el actual mercado “Benito Juárez Maza”.
Este es un libro elaborado con amor, lleno de recuerdos, añoranzas, y algunas lágrimas; sus páginas están escritas con la pluma del hombre que vivió intensamente su pasado, que se recreó con el aroma de las flores que crecían en las riberas del Atoyac, con el agua y gorjeo de los pajarillos que buscaban la miel de los frutos que colgaban entre la fronda de los árboles; que se llenó con el olor a madera con la cual jugó en aras de un mejor destino; del hombre que aun escucha el tañer de las campanas al amanecer o al caer la tarde; sea pues bienvenido su trabajo, porque con él da fortaleza a cualquiera que desee emprender las tareas que le correspondan para labrar con seguridad plena su porvenir.
RUBÉN VASCONCELOS BELTRÁN.
CRONISTA DE LA CIUDAD.


