Oaxaca de Juárez, 22 de julio. Humillación, odio y venganza. Detrás de estas tres palabras se esconde el proceso que transformó a Mohamed Bouhlel, un joven aparentemente normal, con trabajo y dos hijos pequeños, en el sanguinario terrorista que aplastó con un camión a decenas de personas que festejaban el 14 de julio en Niza, dejando 84 muertos, entre ellos diez niños, antes de ser abatido.
Lo que más desconcierta de este francés de origen árabe es que su perfil era el contrario al de un yihadista clásico. De hecho, su afición a la bebida, a comer cerdo y a frecuentar el casino y nunca la mezquita lo habrían condenado a ser decapitado por el Estado Islámico, del mismo modo que el autor de la matanza en un club gay de Orlando habría sido apedreado hasta la muerte, si los yihadistas hubiesen descubierto su condición de homosexual.
Sin embargo, ambos decidieron convertirse en discípulos suicidas de esa secta diabólica mal llamada Estado Islámico. Por tanto, la pregunta que más angustia al mundo es qué fenómeno maligno se apoderó de ellos.
La respuesta es compleja, pero una pista podría llevarnos a dos mundos totalmente opuestos que no tienen nada que ver con los musulmanes: Ruanda y Carolina del Sur.
Radio Mil Colinas. Ruanda descendió al infierno en 1994, cuando la mayoría de sus habitantes se contagió de ese proceso. Primero, la humillación de los hutus a cuenta de los privilegios que la minoría tutsi supo preservar desde los tiempos de la colonia. Segundo, el odio, en estado latente, pero que se activó tras ser acusados los tutsis del asesinato del presidente hutu, en abril de ese 1994. Y tercero, la venganza, espoleada por Radio Mil Colinas y sus llamados a los hutus a agarrar sus cuchillos y salir a matar a las “cucarachas” tutsis. En cuatro meses fueron asesinados 800 mil.
El mismo mal que padecen hoy los yihadistas afectó hace dos décadas a los hutus, tan cristianos como sus compatriotas tutsis, pero rencorosos de esa etnia dominante. Ese mismo rencor, producto de la humillación y el odio, fue el que llevó hace un año a Dylann Roof a matar a nueve negros mientras rezaban en un templo de Charleston, Carolina del Sur.
Llegados a este punto, ¿qué impulsa a los milicianos del Estado Islámico, a los “lobos solitarios” que actúan en su nombre o a una turba a despojarse de toda humanidad y convertirse en asesinos sin piedad? La respuesta hay que buscarla en ese fenómeno que lleva a algunos a defender con pasión una idea y a rechazar con la misma fuerza a los que no la aceptan. Ese fenómeno se llama fanatismo y es la chispa que ha demostrado ser capaz de convertir el deseo de venganza en un acto terrorista.
Sorprende, además, la rapidez con la que se transforman en monstruos en cuanto son contagiados por el fanatismo.
El caso Dylann Roof es paradigmático puesto que sobrevivió a su propio crimen y pudo ser reconstruido su perfil psicológico. Con sólo 21 años confesó que le dio tiempo a sentir la humillación de ver a un negro en la Casa Blanca, de odiar a esos “descendientes de esclavos”, que con sus cantos y rituales profanan el “cristianismo verdadero” de los colonos que llegaron de Europa, y de cumplir, por último, su deseo de vengarse tras un proceso de fanatismo adquirido través de páginas de internet de supremacistas blancos.
Esa rápida conversión fanática fue la que envenenó a decenas de miles de hutus, que se dejaron guiar, como hipnotizados, por las voces de tan solo seis mujeres, que desde Radio Mil Colinas les decían que “las cucarachas deben morir” porque así lo quería el “Dios justo, el Dios nuestro”.
El califato y el paraíso. Pero ¿por qué esta nueva ola de terroristas se asocia ya casi en exclusiva al yihadismo y por qué es un fenómeno tan contagioso, al extremo de que los ataques yihadistas empiezan a convertirse en una rutina insoportable?
Al igual que el autor de la matanza de Niza, el francotirador de Dallas, Micah Johnson, sufrió un proceso de humillación y odio, que lo llevó a matar a cinco policías, en venganza por la muerte de sus “hermanos afroamericanos” a manos de policías blancos. En ambos casos, los dos eran conscientes de que morirían matando, pero mientras el estadunidense lo hizo a sabiendas de que cometía un crimen a los ojos de su Dios, el árabe murió creyendo que su Dios —no el de los musulmanes de bien, sino el de los terroristas radicales— lo premiaría por convertirse en un mártir de la “yihad” (guerra santa) y le abriría las puertas del Paraíso.
Por último, otro elemento que explicaría la decisión de miles de musulmanes a renunciar a sus vidas y marcharse al Califato Islámico en Siria e Irak, o convertirse en sus “soldados” dispuesto a atacar en todo el mundo, es que, por primera vez, sienten el sabor de la victoria, no sólo al ver, gracias a la inmediatez de internet, el terror y el sufrimiento que causan a sus enemigos, sino al ver que son capaces de conquistar territorios e imponer allí un nuevo orden teocrático.
¿Qué hacer? De momento, nadie está a salvo. La inercia y el factor simpatía causarán, desgraciadamente, nuevos ataques terroristas, allá donde haya musulmanes dispuestos a dejarse envenenar por el fanatismo.
Pero algo se puede y se debe hacer, y no sólo basta con derrotar territorialmente al Estado Islámico en Siria e Irak. Hay que arrancar de raíz de esta tragedia, que nace con la humillación de los musulmanes, no sólo por la invasión en Irak o las bases militares de EU en la patria natal de Mahoma, sino, sobre todo, por el pecado original, el que envenena desde hace más de medio siglo las relaciones Occidente-Islam: la ocupación de Israel de los territorios palestinos, incluido Jerusalén. Mientras no haya un acuerdo de paz verdadero en Oriente Medio, la humillación y la semilla del odio seguirán envenenando la mente de quienes creen que el martirio y el asesinato es la única solución.
La Crónica