Oaxaca de Juárez, 26 de octubre.
Huaxyacalli
El panteón, un lugar sagrado
Gerardo Felipe Castellanos Bolaños
“No le temo a la muerte, más le temo a la vida. Cómo cuesta morirse, cuando el alma anda herida. Se va la muerte cantando por entre las nopaleras; en qué quedamos pelona me llevas o no me llevas…” Corrido de la Muerte.
Relata Bruno Traven que: Macario menospreció el amor de Dios y la amistad del Diablo, pero, al fin mexicano, se hizo amigo de la Muerte.
Los días de muertos, en plural, son la festividad central de los oaxaqueños. Todo, está dirigido a los muertos; se elabora el pan de muerto; la fiesta se celebra en el panteón y en la casa.
Son los únicos días del año, en que el panteón y la casa se encuentran adornados para que convivan los vivos con los muertos.
En estos días la casa se llenaba de olores, alegría y comida; el olor del chocolate, del chile que se tuesta para el mole, del copal, de la flor de muerto y el cempasúchil.
Todo se preparaba en la casa; el chocolate lo molía mamá Bricia, mi abuela, en un metate al que calentaba previamente poniéndole debajo un anafre pequeño; cuando ya se calentaba empezaba a moler conmigo trepado en su espalda. El mole también se preparaba en la casa; todo el mundo tosiendo cuando se tostaba el chile y se pasaban horas interminables moviéndolo hasta que hiciera ojitos y oliera riquísimo.
Cuando era chico me enseñaron qué para que las ánimas no se enojaran, no debía tocarse nada de la ofrenda, principalmente la fruta, hasta que se hubieran marchado; así que, te metías debajo del altar para que no te vieran las ánimas, y, a comer fruta, solamente sacabas la mano para agarrarla y nadie se enojaba por la basura que dejaban, los muertos.
Durante estos días, en la casa, en la tarde se tendía un petate en el piso y en él se sentaba la familia a jugar a la oca; la apuesta era de nueces y movías con maicitos. También se jugaba al Perico Pancho, que se jugaba con la baraja española, te vendaban los ojos y tenías que tocar un objeto con la punta del dedo índice mientras te preguntaban: “Perico Pancho ¿qué tientas con tu gancho?” si no adivinabas, el castigo era el que señalará una carta que previamente sacabas al azar, si era 5 de oros te jalaban los parpados cinco veces, si era de espadas te picaban las costillas con las puntas de los dedos, si era de bastos te golpeaban con el canto de la mano en los brazos, y, si era de copas, con el puño cerrado, de abajo hacia arriba, te golpeaban debajo de la mandíbula; recuerdo a mi madre reír tanto que le lloraban los ojos; lo divertido era el engaño con los objetos que tocabas y la severidad con la que te castigaban, los párpados hasta sonaban cuando te los jalaban; otro juego era el trompito: todos ponen. 
Es relajante poder recordar el ruido de los dados, en tu mano, antes de soltarlos, al jugar a la oca, o la risa cuando jugabas al perico Pancho o los gritos de emoción cuando el trompito decía: toma todo o el ruido de las nueces que quebraban con un tejolote mientras jugabas o recordar a mi padre haciendo, para el altar, pequeños conos de papel lustre de color morado, pegados con engrudo o con cola, a los que cortaba el vértice para ponerles una cabeza de garbanzo y decoraba con sotanas blancas, de acólitos; cuatro cargaban un ataúd de cartón.
En la casa se comienza a preparar un altar desde el 30 de octubre y se quita el 3 de noviembre; para que lleguen contentos los muertos, se adorna con cañas de azúcar con cogollos que forman un arco del que se cuelgan racimos de nísperos, de guayabas y de jícamas; se pone un mantel sobre la mesa y se coloca la demás fruta: nueces, cacahuates, naranjas de chiche, manzanas, mandarinas; se pone la ofrenda: el mole, higaditos, tortillas, sal, un jarro con agua, pan de muerto, chocolate de agua, tejocotes en almíbar, nicuatole, calabaza en tacha o con panela, mezcal, cigarros y especialmente aquello que le gustaba al difunto; las flores para esta ocasión son: la borla —cresta de gallo—, el cempasúchil y la flor de muerto; el toque de respeto y de bienvenida lo dan las veladoras y el olor a copal que se quema en un incensario de Atzompa.
El 31 de octubre llegan los angelitos, que son los difuntos más pequeños que están en el limbo por no haber sido bautizados; el 1 de noviembre se reciben las almas de los niños que fueron bautizados y al día siguiente llegan las almas de los fieles difuntos; estos son los únicos días en que las almas tienen permiso para regresar a visitar a sus seres queridos para recordarles que la muerte es parte de la vida; se despiden por última vez en el año, el 2 de noviembre.
La tarde del 2 de noviembre se reparten las ofrendas del altar a los familiares cercanos y a los compadres; los que pidieron el compadrazgo mandan a sus compadres, con los ahijados, canastas cubiertas con una servilleta, llenas de pan, tablillas de chocolate, fruta —la que queda—, tejocotes en almíbar y calabaza en tacha.
Desde el momento en que están enterrados los muertos de cada familia, el panteón se convierte en un lugar sagrado.
La fiesta del panteón del Marquesado se celebra el lunes siguiente al 2 de noviembre. Además de lo que se hace en el interior del panteón, afuera se instalan puestos de flores, velas y veladoras, empanadas, tepache, cotón pinto, juegos mecánicos. Recuerdo a una señora que traía el tepache en un barril de madera de cincuenta litros, pintado de rojo brillante y los cinchos de verde, servía el tepache en jícaras sin pintar.


